En cooperación al desarrollo conviene recordar una obviedad: los proyectos no nacen en un formulario, sino en el territorio. Surgen de diagnósticos compartidos, alianzas locales y liderazgos que permanecen cuando las convocatorias terminan. La financiación pública aporta estabilidad, escala y legitimidad; es un medio que ayuda, pero no es imprescindible; debemos buscar otros medios que nos ayuden a mantener nuestra estrategia. La financiación pública no es el fin del proyecto ni debe orientar su rumbo.

Los proyectos tienen su propia vida y cuentan con un liderazgo local. La experiencia muestra que las iniciativas que perduran se anclan en agendas locales y en capacidades instaladas. Las organizaciones de terreno —municipios, cooperativas, redes de mujeres y de jóvenes— son quienes desarrollan y sostienen los cambios. La cooperación responsable acompaña: cofinancia, aporta conocimiento, facilita insumos y fortalece instituciones. La medida del éxito no es la ejecución presupuestaria, sino la capacidad local que queda.

La creciente complejidad administrativa de algunas convocatorias y la presión por captación pueden empujar a ajustar estrategias para encajar en líneas de financiamiento. Puede darse un riesgo de la deriva de nuestra misión, ajustando nuestros proyectos a la subvención en cuestión o a una serie de documentos y anexos que nos exigen los financiadores públicos. Esas situaciones pueden restarnos coherencia y eficacia. Cambiar prioridades o principios para acceder a fondos es, a medio plazo, una pérdida para las comunidades y para la propia organización. Una pregunta sencilla ayuda a prevenirlo: ¿haríamos este proyecto, con este diseño, aunque no existiera esta subvención? Si la respuesta es no, quizá estamos sustituyendo la estrategia por la convocatoria.

La calidad institucional exige diversificación de fuentes. No se trata de renunciar a la financiación pública, sino de ponerla en equilibrio con otros aportes: la sociedad civil a través de donaciones regulares, campañas periódicas o legados solidarios; alianzas privadas con garantías, con contribuciones empresariales, trabajando con intereses comunes y con transparencia; ingresos propios, con servicios técnicos profesionales, etc.

Hemos de evitar esa drogodependencia de un único financiador que nos suponga estar demasiado atados a un tipo de subvenciones. Hemos de mirar por una diversificación sana y constructiva.

Debemos tener ciertos criterios de coherencia en nuestras actuaciones. Que nuestros proyectos se alineen con la estrategia que hemos marcado, con unas prioridades definidas, con independencia de la estrategia que pueda cambiar en un financiador público. A veces, podemos coincidir y trabajar juntos, y en otras, será irrenunciable nuestra manera de trabajar y no podemos vendernos al mejor postor. Tenemos que ser capaces de defender nuestros intereses ante nuestros socios.

Las administraciones pueden reforzar el papel de los proyectos de cooperación, pero tienen que estar al servicio de los expertos en cooperación al desarrollo; y no al revés. Que se mejoren las trabas administrativas que no ayuden a la calidad técnica ni a la transparencia. Los certificados que se pueden consultar públicamente no deben ser exigidos. El financiador tiene que estar al servicio de las organizaciones y no al contrario. Que haya una unificación de criterios a nivel de país, que faciliten las cosas, porque el fin es poder dedicar mayor tiempo a trabajar en favor de los titulares de derechos (personas beneficiarias), que dedicarnos casi exclusivamente en preparar las trabas administrativas, como si una carrera de obstáculos fuera. Se trata de trabajar de la mano el financiador con las organizaciones, y saber escuchar unos a otros. No se trata de bajar la exigencia, sino de orientar la ayuda hacia resultados, que el esfuerzo real vaya directamente a las zonas de actuación.

Las ONGs, por su parte, deben tener una política de diversificación, buscar alianzas con empresas privadas, dando pie a la participación de la sociedad civil, y entre todos contribuir a hacer un mundo mejor y más desarrollado, cuidando los derechos humanos. Es por ello que llega un momento en el que hay que sentar las bases de nuestra financiación, ver con quién realmente queremos trabajar, con quiénes queremos compartir nuestra identidad real, y no sólo sacar la mano para pedir. Se trata de verificar el impacto de nuestro trabajo, teniendo claro nuestros objetivos.

La financiación pública ayuda y debe seguir haciéndolo. Pero los proyectos pertenecen —en su origen y en su destino— a quienes los impulsan y sostienen cada día en los territorios más desfavorecidos. Cuidar esa autonomía, diversificar los recursos y proteger la estrategia es la mejor garantía de una cooperación eficaz y transparente. En definitiva: que el financiamiento acompañe el proceso, pero que no imponga un camino diferente al nuestro.